"Cortejo Fúnebre de Lavalle en la Quebrada de Humahuaca" -Nicanor Blanes |
Este largo viaje de recopilación, reflexión,
lecturas, elaboración y síntesis no habría
sido factible sin la clase de enigmáticos y antagónicos
recuerdos, comprometidas motivaciones, angustiosos auto-exámenes,
renovados estados de conciencia, y desprendidos estímulos
y colaboraciones, que experimenté a lo largo de casi
cuarenta (40) años, por parte de numerosos ancestros,
parientes, amigos, colegas, profesores, parroquianos y correligionarios.
Debo comenzar por recordar la última Guerra Mundial,
cuando en mi niñez iba al Correo con Frau Barbara Sussman
--viuda de un comerciante de cereales judío obligado
a emigrar por las Leyes de Nuremberg-- llevando enormes paquetes
de ropa para su familiares en Worms, Alemania; y la dolorosa
y excepcional experiencia de haber sufrido el despojo por confiscación
de la chacra "Los Tapiales", donde habían
transcurrido las primeras vacaciones de mi infancia. Excepcional
experiencia por cuanto la mayor parte de nuestros vecinos y
compañeros de escuela, hijos o nietos de oligarcas y
terratenientes, transcurrieron inmunes la experiencia Peronista.
También sufrimos la prohibición de rezar y hablar
en alemán en casa; la represión que padecían
las maestras de nuestra escuela por parte de su director peronista;
la larga prisión de mis tíos maternos, con motivo
de la sublevación militar de Septiembre de 1951; la
internación de otro de mis tíos en un neuropsiquiátrico;
el encarcelamiento de mi abuelo materno en la Penitenciaria
Nacional seguido de prisión domiciliaria; y la lectura
compulsiva de La Razón de mi Vida . En esa conflictiva
infancia empecé a tomar conciencia de una sociedad donde
regía una estratificación compuesta de la idealizada
gente denominada bien o decente , los demonizados reos
de la plaza moradores de los conventillos, con quienes
nos estaba vedado jugar, y los cada vez más numerosos cachudos ,
apelativo despectivo mediante el cual las "señoras
gordas" de la época identificaban a los individuos
arribistas o advenedizos.
De mi temprana adolescencia, debo rememorar la pugna inconclusa
entre la tradición Radical paterna y la Conservadora
materna (que no me permitía comprender porqué el
Radicalismo aceptó levantar la Abstención
electoral que había sido concebida para resistir
el Fraude Patriótico practicado por el Conservadorismo),
el nacimiento de un tercero en discordia que practicaba un
populismo corporativo y un terrorismo de estado que estigmatizando
a la oligarquía amparaba a criminales nazis y simultáneamente
montaba un aparato para-policial totalitario (que llevó a
cabo los incendios de la Casa del Pueblo, el Jockey Club y
los templos del centro) donde "el enemigo no merecía
ni justicia". Asimismo, recuerdo la resistencia callejera
político-religiosa, la censura y autocensura de prensa
y medios de comunicación y la represión que experimentaba
el personal gastronómico del Hotel California --que
administraba mi padre-- por parte del delegado gremial impuesto
por el sindicato. Posteriormente, caído el Peronismo,
experimenté el pasaje a un colegio inglés, que
fue algo así como un ascenso de clase (pero donde no
se vivía el crisol de razas y clases que fue mi escuela
primaria estatal), donde participé de la protesta contra
luctuosos episodios internacionales (invasión de Hungría),
y desde donde fuimos engañosamente inducidos a luchar
contra los partidarios de la educación Laica y en pro
de una supuesta libertad de enseñanza o Enseñanza
Libre --la cual resultó ser a la postre un fraude
y una estafa por tratarse de una enseñanza ideologizada
y dogmática impartida por una docencia y un clero retardatarios--
para finalmente experimentar mi definitiva expulsión
del colegio privado y el retorno forzoso a una deteriorada
educación pública donde culminé mis estudios
secundarios.
Estos iniciales duelos, represiones, viajes, conflictos, dilemas
y sumisiones marcaron en mi conciencia una sensación
de angustia por las memorias antagónicas que signaron
mis primeros años de formación, los que transcurrieron
frecuentando a mi abuelo materno, con quien me familiaricé con
los pormenores trágicos del terrorismo de estado Rosista
(La Mazorca, Santos Lugares, Libres del Sur, Quebracho Herrado
y la retirada de Lavalle) y le ayudé a rastrear el historial
de dominio de las propiedades confiscadas y ordenar los testimonios
notariales que obtenía merced al trabajo de referencistas
rentados con los cuales había redactado un valioso manuscrito
aún inédito. Mi condición de menor de
edad me impedía concurrir a los repositorios públicos
y colaborar en dichos trabajos de pesquisa, pero ellos quedaron
gravados en mi memoria con el compromiso de volver una vez
alcanzada la mayoría de edad, lo cual a posteriori sucedió con
creces. Estas primeras armas investigativas acontecieron entre
la recuperación de la antigua chacra "Los Tapiales" (1959),
que volví a habitar esporádicamente recobrando
entre otras reminiscencias el sabor de su guayabo y los olores
de los murciélagos que moraban sus torres; y mi residencia
en el entonces Hotel "California", transitorio epicentro
del turismo local e internacional y de una pujante burguesía
industrializante, y singular atalaya desde el cual pude visualizar
mas de cerca la estructura social de la época y participar
en todas las movilizaciones políticas y religiosas,
que en ese tiempo transcurrían por la Avenida Santa
Fé, conocida como la gran vía del norte, incluso
como monaguillo en la procesión que trasladó la
Virgen de Nuestra Señora de los Desamparados, del domicilio
de quien la había rescatado a cambio de un paraguas
automático (Celia Sommer de Balcarce), la noche de Junio
de 1955 en que unos sicarios de la Alianza Libertadora Nacionalista
(ALN) incendiaron entre otras la Iglesia de San Nicolás
de Bari.
Fue entonces que habiendo fallecido mi abuelo materno (1961),
y merced a la intercesión de un capitán de la
Delta Line, cliente del hotel de mi padre, tuve el privilegio
de trabajar y estudiar en el Deep South norteamericano (Tulane
University) antes de la promulgación de la Ley de Derechos
Civiles (1964), donde conocí las miserias del apartheid
racial y donde por vez primera mantuve un duelo verbal con
compatriotas académicos que celebraban el golpe de estado
contra Frondizi (Decano de Derecho de la UBA Francisco Laplaza
y otros becarios y profesores invitados). Profundamente acosado
por la nostalgia y el afán de conocer el norte de mi
país y los vecinos países Latinoamericanos, a
mi retorno de USA descendí del avión en Lima
y volví por tierra cruzando la sierra peruana y el altiplano
Boliviano. Cuando llegué a La Paz visité a primos
lejanos de mi abuelo materno, oportunidad en que conocí a
Don René Ballivián, quien me abrió su
biblioteca y archivo familiar. Más luego, en los inicios
de mi exploración intelectual y de investigación
de mi saga familiar Paraguaya, visité a un primo de
mi padre Raúl Saguier Caballero, quien me hospedó en
su pensión de Asunción, donde practiqué en
1963 mis primeras incursiones archivísticas. También
visité a una tía abuela Elena Santamarina de
Saguier, quien me exhibió la foja de servicios de Pierre
Saguier, oficial de la Guardia Imperial de Napoleón;
a Martín Cullen Artayeta, quien me permitió copiar
el epistolario de los emigrados unitarios en Paranaguá (Brasil);
a Magdalena Murga de Peña, quien me reveló la
verdad del suicidio del Coronel de la Independencia Juan Correa
Morales; a Lucy Youens de Costa Paz, quien me permitió examinar
el epistolario de Marcos Paz antes de que entrara en imprenta;
y a Eduardo Ruiz, baqueano fugitivo de la Patagonia, residente
en Aldo Bonzi (Pcia. de Buenos Aires), quien me confió sus
experiencias en la tragedia sureña (1921).
Condicionado por la participación en la lucha por la
Enseñanza Libre y la necesidad de cursar estudios profesionales
que brindaran una salida laboral ingresé a la Universidad
Católica Argentina, lugar donde caí en la cuenta
de no encontrar en ella estudios históricos ni la posibilidad
burocrática de transferir mis estudios a la universidad
estatal. Más luego, durante el rito de iniciación
patriótica que significaba la conscripción tuve
una participación forzosa como soldado conscripto en
el enfrentamiento armado entre las facciones militares de Azules
y Colorados (1963), los cuales transcurrieron en un Batallón
de Arsenales en Los Polvorines (Pcia. de Buenos Aires) cargando
y luego descargando los mismos vagones ferroviarios repletos
de cajas de municiones. Producido el golpe de estado de 1966,
que a juzgar por la opinión de entonces no sólo
era una repetición del golpe de estado contra Frondizi
(1962) y una réplica del golpe de estado ocurrido en
Brasil (1964), sino que se asemejaba enormemente al golpe del
30 en Argentina, y presagiaba el derrumbe futuro y definitivo
de nuestra nación, y luego de haber pretendido resistir
físicamente al mismo en la explanada de la Casa de Gobierno,
fui más luego expulsado de la Pontificia Universidad
Católica Argentina. Esta expulsión obedeció a
que cuestioné la presencia del Ministro del Interior
en un acto inauguratorio de dicha Universidad, en presencia
del generalato golpista y del Episcopado cómplice, episodio
que auguraba la connivencia con la barbarie que se avecinaba
(la cual se efectivizó públicamente una década
más tarde con las declaraciones de su Rector Derisi
a raíz de la visita de la OEA y a propósito de
los Desaparecidos).
Esta etapa de resistencia la transcurrí en los archivos,
alimentado por una forzada exclusión de otras universidades
(Universidad del Salvador y Universidad de Buenos Aires), y
con breves y repetidas temporadas en las cárceles de
Devoto y Caseros, en el período anterior al Cordobazo
y a raíz del estado de sitio declarado como consecuencia
del mismo (1969). Estas prisiones --por las que cabe aclarar
no he cobrado indemnización alguna-- fueron la respuesta
a mi afán de resistir la dictadura y de dar testimonio
de la inexistencia de consentimiento, que la dictadura alegaba
hipócritamente en su favor. Para ello quienes luego
constituímos la Franja Morada y la juventud del Movimiento
de Renovación y Cambio del Radicalismo nos esforzábamos
por resistir la represión únicamente en oportunidad
de actos partidarios y/o públicos y siempre y cuando
los medios de prensa estuvieren presentes. Inconscientemente
sabíamos que de no contar con el testimonio de la prensa
nuestra suerte física habría estado echada y
estábamos asimismo conscientes que en Argentina --a
diferencia de Cuba-- las tesis foquistas no tenían factibilidad
ni destino alguno. Una vez producido el Cordobazo (1969), y
un año más tarde el secuestro y muerte del General
Aramburu, la lucha de calles y los actos de masas perdieron
para los medios masivos y el público en general el atractivo
de antaño, concentrándose todo el interés
mediático en la resistencia clandestina y guerrillera.
Merced a estas adversidades sufrí una suerte de traumático
estado de profunda crisis, que pude superar merced a la conformación
de una logia intelectual itinerante conjuntamente con los también
expulsados estudiantes de sociología Daniel Cormick,
Alfredo Páez, Carlos Prego y Guillermo José Salatino,
y los muy luego brutalmente desaparecidos Lalo Alzogaray y
Fernando Perera, que operó en mi conciencia como un
primer efecto destribalizador y de ruptura disciplinar. Durante
mi primer exilio en Chile, en 1967, debo al cordobés
Carlos Sempat Assadourian y al chileno Rafael Baraona así como
a los sociólogos Patricio Biedma y Hugo Perret --también
posteriormente "desaparecidos"-- el apoyo y solidaridad
en acentuar el despertar de una latente vocación historiográfica
largamente reprimida. Tengo que recordar asimismo a una popular
y diaria peña o tertulia político-cultural que
funcionaba como un santuario de trasvasamiento generacional,
de politización de vocaciones intelectuales y de solidario
paraguas forense para con los detenidos y perseguidos. A partir
de la misma se organizó una consecuente resistencia
a la primer dictadura militar que en aquellos tiempos de veda
o prohibición de actividades políticas se fue
trasladando sucesivamente desde el bar La Fé a los bares
La Cultural, Callao 11, Tokio y La Academia, y que estaba constituída
por los correligionarios periodista tandileño Ambrosio
Renis, el periodista porteño Lucho Arana, el psicoanalista
autodidacta y exsenador provincial Abel "Pibe" Garaycochea,
el poeta José González Ledo, el florista Orlando
Palumbo, el sindicalista bancario y abogado Carlos González
Pastor, el empresario fumigador Pancho Martini, el músico
Donato Muscio, el periodista de Radio Rivadavia Mario Monteverde,
los sindicalistas ferroviarios Antonio Scipione y Juan Capillo,
el diplomático Delfor Grigera, el periodista de La Razón
Ramón Andino, el Arq. Grecco, Abraham Smetana, el malogrado
poeta jujeño Hugo Jorge Garzón Azcárate,
y otros muchos sacrificados militantes.
De mi primitivo transcurrir por el Archivo General de la Nación
(AGN), que ocurrió asiduamente en la década comprendida
entre mi retorno de Chile (agosto de 1967) y mi segunda partida
a USA en junio de 1977, debo recordar al grupo humano que me
ayudó a buscar y comprender numerosos documentos antiguos
así como a descifrar la letra encadenada del siglo XVII,
constituído en orden de aparición por Ricardo
Piccirilli, Arnaldo Cunietti-Ferrando, Guillermo Furlong, Juan
Jorge Cabodi, Hjialmar Gammalsson, Alberto S. de Paula, Alfredo
Villegas, Alfredo Montoya, Cap. de Fragata Jorge Enrico, Néstor
T. Auza, Alfredo Fernández, Osvaldo Bayer, Pedro M.
López Godoy, y el Cnel. Ulises Muschietti (tío).
Mi deuda se extiende también a una lista numerosa de
amigos y colegas que contribuyeron a enriquecer mis primeros
planteos históricos y a ejercer la defensa colectiva
de los archivos judiciales amenazados por la incuria y la indiferencia
públicas. A los profesores José Luis Romero,
León Pomer, Enrique Wedovoy, Mario Estéban Carranza
y Eduardo Baumeister, quienes contribuyeron a destribalizar
y secularizar mi primitiva vocación como historiador
y colaboraron en el bosquejo de un embrionario programa de
investigación fundado en archivos notariales y capitulares
y en la reconstrucción de catastros inmobiliarios urbanos
y rurales y de historia dominial de esclavos estipendiarios
(la mayoría de cuyas planillas han permanecido inéditas).
A Raúl A. Molina, quién me convenció de
tomar al archivo como un hábito de vida y una suerte
de oasis desde el cual contraer amistades, enseñanzas
y amores ; a Miguel Murmis, Beba Ballvé y el Centro
de Investigaciones en Ciencias Sociales (CICSO) por haber dado
a luz mis primeras y embrionarias reflexiones históricas;
a Saad Chedid por su buena voluntad en tratar de ayudar la
concreción de mis investigaciones; a Enrique Broquen
por habernos impartido sesudas lecciones de dialéctica
Hegeliana; y al staff de la revista Inédito (Gregorio
Selser y el "pajarito" García Lupo) por haberle
dado forma intelectual a dicha primer resistencia anti-dictatorial.
A los constitucionalistas Carlos Sánchez Viamonte, Emilio
(Buby) Fisher, Hipólito Solari Yrigoyen, Carlos Merino
y Julio César
Cataldo por haber ejercido mi defensa judicial ante la Corte
Suprema en los consecutivos habeas corpus y recursos de amparo
por el derecho de aprender.
Asimismo, a mediados y fines de dicha década (1967-76)
convivimos en diferentes, improvisadas y sucesivas tertulias
un heterogéneo grupo humano que frecuentaba asiduamente
el Archivo General de la Nación (AGN), y que por orden
de aparición estuvo constituído entre muchos
otros por Juan Carlos Garavaglia, Samuel Amaral, Francisco
N. Juárez, María Amalia Duarte, Hugo Galmarini,
Carlos A. Mayo, Enrique Tandeter, Silvia Mallo, y Edgardo Bilsky,
los cordobeses Luis Rodolfo Frías y Edmundo Heredia;
los norteamericanos Susan M. Socolow, Jerry W. Cooney, Lyman
Johnson, Herbert S. Klein, Brooke Larson, Cynthia Little, James
Saeger, George Reid Andrews, David Tamarin, Eugene Sofer, Judith
Evans, Jonathan C. Brown, Judith Sweeney, Deborah Jakubs y
Thomas Whigham; los paraguayos Roberto Quevedo y Ricardo Scavone
Yegros; los brasileños Moniz Bandeira, Corcinho Medeiros
Dos Santos y Fernando Novais; el hispano Nicolás Sánchez
Albornoz; los franceses Thierry Saignes y Nathan Wachtel; los
ingleses Peter Bakewell, David Rock y Daniel James; el partisano
e historiador Ruggero Romano; el brigadista internacional y
antropólogo John Murra (a quien personalmente llevé en
1974 a disertar en la Facultad de Filosofía y Letras);
los bolivianos Silvia Rivera Cusicanqui, y Ramiro S. Paz Ballivián
(quien por tener que trasladar el cuerpo del asesinado ex presidente
de Bolivia Gral. Juan José Torres a México, debió interrumpir
su investigación); al norteamericano Rolando Pérez,
quien publicó una muy útil Guía de Archivos,
editada conjuntamente con el abogado César García
Belsunce; y al historiador miembro renunciante de la Academia
Nacional de la Historia Roberto Marfany, quien desde los balcones
del AGN aplaudía a la aviación insurgente el
primer intento por derrocar el gobierno de María Estela
Martínez de Perón (XII-1975).
Luego de haberse vuelto insoportable la vida política,
en especial tras el desgraciado fracaso en concretarse la fórmula
conciliadora Perón-Balbín (de cuyo fracaso no
estaban exentos de culpa muchos correligionarios y supuestos
revolucionarios), y tras haberse tornado también insostenible
mi supervivencia en Buenos Aires, pues había sufrido
una especial marginación de los claustros universitarios
durante el interregno Cámporo-Isabelino (1974-1975),
la "desaparición" de amigos y ex compañeros
de infortunios (el matrimonio Teste, Carlos Capitman, Oscar
Didio), y un traumático conato de secuestro al inicio
del Proceso (V-1977) --frustrado merced a los alaridos de mi
madre y a la intervención del vecino y finado Coronel
Morelli a la sazón Jefe de Coordinación Federal
(quien presumía venían por él)-- que me
hizo tomar conciencia, si quería salvar mi vida y el
material documental hasta entonces acumulado, de la necesidad
ineludible de alejarme del país interrumpiendo mis investigaciones
y emprendiendo un segundo exilio en USA y México. Debo
señalar que en aquella infausta oportunidad elevé por
escrito al General Videla una carta denunciando el atentado
sufrido, cuya copia con el sello de la Mesa de Entradas de
Presidencia entregué en mano infructuosamente a Miguel
Torres Duggan, brazo derecho de Bartolomé Mitre (renieto),
y a Leopoldo Moreau, lugarteniente del General Teófilo
Goyret, interventor de La Opinión . Y en el despacho
del Secretario del Comité Nacional de la Unión
Cívica Radical le describí al Jefe de la custodia
policial de Ricardo Balbín la catadura física
de quienes irrumpieron en mi domicilio, quienes se dirigían
entre sí con grados militares pero sin el consabido
pronombre posesivo del "mi". Esta descripción
le hizo exclamar al propio jefe policial su asombro por la
naturaleza lumpen de los reclutados para las tareas
denominadas "sucias".
De dicho segundo exilio debo agradecer a Susan M. Socolow
haber gestionado mi beca en Washington University, y a mis
profesores Evelyn Hu de Hart, Mark Burkholder y Pedro Celso
Uchoa Cavalcanti, y en especial a Richard J. Walter por haberme
instruido y asesorado con infinita paciencia en los comienzos
de mi carrera académica en dicha universidad. También
hago extensivo mis agradecimientos a los profesores Alvin Gouldner
y Paul Piccone por haberme autorizado a escuchar sus cursos
y seminarios; al filósofo y padrino de boda Harold Jordan,
por haberme puesto en contacto con la American Civil Liberties
Union (ACLU), y con la revista Denuncia (Nueva
York), lugares y medios donde pude explayarme públicamente
acerca de la naturaleza genocida de la dictadura argentina;
y al poeta mestizo y veterano de Vietnam John Tieman, al crítico
literario alemán Bernhard Zimmermann, a la artista mexicana
Judith Guerra y al malogrado politólogo chileno Alberto
Palma y Sra., por haber hecho más amigable nuestra estancia
en St Louis, Missouri. Más luego, una vez en Madison
(Wisconsin), debo agradecer a la etnohistoriadora Mary Crain,
al humanista Richard Glotzer, al sociólogo rural David
Kaimovitz, al psicólogo colombiano Octavio Henao, al
Nica Sandinista Marvin Ortega, al historiador danés
Asgar Simonsen, al bioquímico argentino Rodolfo A. Ugalde
y señora, al historiador chileno Eduardo Cavieres y
a la bibliotecaria Susan Vilbrandt, por haber hecho factible
y familiar nuestra temporada en Wisconsin. También debo
extender esta gratitud a mi suegra Maria Otilia Camicia de
Mendilaharzu que nos ayudo en momentos críticos; al
curita Colombiano que nos desposó; a Socorro, la inmigrante
mexicana que me consiguió trabajo en una desmotadora
de maíz; y al estudiante judío que pese a haberme
escuchado hablar en público contra los bombardeos de
Sabra y Chatila, me empleó en una empresa de regalos
navideños, ambos cuando se me había vencido la
beca y nos vimos compelidos mi mujer y yo a trabajar como obreros
ilegales. Y una vez en México, a donde me trasladé por
tierra merced a los buenos oficios de John Tieman, veterano
de Vietnam, me reencontré con mis viejos amigos Guillermo
José Salatino, Carlos Prego y Gregorio Selser, quienes
me ayudaron a encontrar empleo. Y merced a la politóloga
y compatriota Adriana Bianchi, de la Universidad de las Américas
(Cholula), obtuve mi primer puesto docente.
Una vez restaurada las libertades democráticas en Argentina
(1984) y habiendo retornado al país merced a la generosa
ayuda del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los
Refugiados (ACNUR), volví a frecuentar el Archivo General
de la Nación, la sala de periódicos de la Biblioteca
Nacional, la biblioteca del Instituto Superior Evangélico
de Estudios Teológicos (ISEDET) y el archivo de microfilms
del Centro de Historia Familiar (CHF), perteneciente a la filial
porteña de la Genealogical Society de Salt Lake City
(Utah), ubicada en la sede de la Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días. Este último
retorno al país me permitió verificar el colaboracionismo con
la cadena burocrática represiva, o terrorismo de estado,
desplegada por algunas instituciones claves de la cultura argentina
(la Academia Nacional de la Historia , el Episcopado y
los grandes medios de prensa [ La Nación , Clarín ]),
así como la indiferencia moral para con los Desaparecidos
por parte de algunos célebres "exilados".
Por otro lado, esta nueva incursión archivística
me otorgó la oportunidad de continuar la investigación
forzosamente interrumpida en 1977, esta vez para trabajar con
documentación judicial, eclesiástica, presidencial
y ministerial, y con fuentes periodísticas y electrónicas,
razón por la cual tengo que mencionar al múltiple
y heterogéneo grupo humano que compartió esta
aventura intelectual, el cual se reunía en el AGN, el
Instituto Ravignani, y el bar Salisbury, y estaba conformado
por orden de aparición por Hugo Lamas, Silvia Palomeque,
Carmen Sesto, Erich Poenitz, Carlos H. Waisman, Olga Bordi
de Ragucci, Gastón Doucet, Juan Méndez Avellaneda,
Héctor Noejovich, Carlos Rezzónico, Waldemar
Roldán, Andrés Regalsky, Roberto Di Stefano,
Leonardo Senkman, Ricardo Weinmann, Ana María Presta,
Gregorio Caro Figueroa, Carlos Jáuregui Rueda, Mónica
Adrian, Clara Brafman, Clara Byron, Daniel Campione, José Eizycovich,
José O. Frigerio, Marta Bechis, Dedier Marquiegui, Oscar
Chamosa, Rodolfo González Lebrero, Carlos Birocco, Mercedes
Avellaneda, Gabriela Gresores y Tomás Platero, las malogradas
Elena Revok y Marcela Nari, el hindú K. K. Roy, las
tucumanas Diana Balmori y María Celia Bravo, el paraguayo
Mario H. Pastore, los bolivianos Fernando Cajías y María
Eugenia del Valle de Siles, los peruanos Luis Miguel Glave
y José Antonio García Vera, el cubano José C.
Moya, el francés Jean Piel, el inglés Rory Miller,
el español Guillermo Mira, el colombiano Eduardo Pérez
O., el canadiense David Sheinin, el holandés Hans Vogel,
el italiano Loris Zanatta, los alemanes Ruprecht Poensgen y
J. Meisner, y los norteamericanos Sandra McGee Deutsch, Donna
Guy, Erick D. Langer, Robert McCaa, Kristine Ruggiero, Joan
Ellen Supplee, John C. Chasteen, Barbara Ganson y Ward A. Stavig,
entre muchísimos otros investigadores perdidos en el
olvido.
Hago propicia la oportunidad para extender mi deuda de gratitud
al Decano Normalizador Norberto Rodríguez Bustamante,
por haberme asignado en 1984 la dirección del vacante
Instituto de Historia Argentina "Dr. Emilio Ravignani";
al Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas
(CONICET), por haberme incorporado a sus filas
como Investigador de Carrera; a Mario Albornoz por haber impedido
que las camarillas o redes de poder faccioso enquistadas en
UBACYT me negaran un pequeño subsidio con el cual pude
adquirir mi primera computadora XT; y a Joseph P. Sánchez
y la Colonial Latin American Historical Review (CLAHR) por
haberme depositado su confianza. A León Pomer por haberme
instado a la lectura de Edgar Morin. A Daniel Santamaría
por haber prestado su nombre para evitar que por motivos burocráticos
me excluyeran del CONICET. A mis discípulos Lucía
Gálvez de Tiscornia, Pablo Lacoste y Juan Luis Hernández,
quienes me eligieron para colaborar con sus respectivas tesis
académicas. A los colegas bolivianos René Arze
Aguirre, Florencia Ballivián, Josep Barnadas y Gustavo
Prado Robles; y a los chilenos Eduardo Cavieres, Armando De
Ramón, Eduardo Devés, Leonardo León-Solís,
Javier Pinedo, Sergio Villalobos, y el extinto Sergio Vergara
Quiróz por la hospitalidad brindada en diversos eventos
académicos organizados en Bolivia y Chile respectivamente.
A Augusto Ramallo Antuñaco por haberme despertado con
su indigenismo autóctono de la perplejidad eurocéntrica.
Y al historiador de Oriente Antiguo Bernardo Gandulla, la astrónoma
Beatriz García, el químico Rolando Quirós,
el cuasi-biólogo Alex Méndez, y el sociólogo
chaqueño Jorge Próspero Roze, con quienes participé en
la Lista de Discusión electrónica Pol-Cien en
una larga y hasta hoy frustrada campaña contra la camarilla,
la exclusión y la discriminación en las universidades
públicas argentinas, experimentadas a partir de las
leyes de Obediencia Debida y Punto Final (1987), agudizadas
a posteriori del Pacto de Olivos (1994) y aún subsistentes
diez años después (2004).
En este largo viaje de ida en la investigación y análisis
en fuentes archivísticas, hemerográficas, bibliográficas,
periodísticas y electrónicas, que se extendió incluso
al análisis de la historia mundial (ver el World
History Center de la Northeastern University), tuve finalmente
que encarar un inevitable viaje de retorno y de síntesis
o retrodicción. Para esta necesaria e ineludible experiencia
de reintegración creativa o abducción Peirceana
--que aconteció en medio de un brutal y prolongado proceso
de regresión económico-social alimentado por
un extenso arco de complicidad cultural y universitaria-- debo
extender mi gratitud a las conferencias organizadas por el
Club del Progreso al haberme brindado la oportunidad de presentar
alguno de mis trabajos. A los Seminarios y Conferencias de
Historia de la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMdP)
dirigido por el Dr. Carlos A. Mayo, de la Universidad Torcuato
Di Tella (UTDT), dirigido por Ricardo Salvatore, y de la Universidad
Nacional de Luján (UNLu), dirigido por Susana Murphy,
por haberme permitido participar con mis lecturas, críticas
y ponencias. A la Fundación Centro Psicoanalítico
Argentino y al filósofo y mitólogo Estéban
Ierardo por haberme introducido al mundo de los mitos y de
las mitologías griega y romana. A la psicoanalista tucumana
Marta Gerez Ambertin por la conferencia que le escuché sobre
la privación de archivo en el trauma de la conquista.
Al novelista y ex copresidiario Carlos Tobal por haberme dado
la oportunidad de conocer y dialogar con Raúl Sciarretta.
Al etnohistoriador Guillermo Wilde por haber actualizado mis
conocimientos antropológicos. Al politólogo Gastón
Wright por haberme permitido frecuentar la bibliografía
más reciente en ciencia política. A María
Inés Rodríguez, quien aceptó brindar como
lugar formal de trabajo el Museo Roca, actualmente bajo su
dirección. A Eduardo Vega Cazenave, Norma Raimondo y
Alex Méndez quienes apuntalaron mis conocimientos informáticos.
Y a Susana Mase, por sus invalorables trabajos de traducción.
Una especial referencia debo hacer a la inestimable colaboración
prestada por Federico Fernández Burzaco, y su firma Papyros
Digitales, al haber tomado la ardua empresa de diseñar
el sitio electrónico con toda mi obra incluida. Diseñar
la estructura de este sitio web significó evaluar los
contenidos de la obra completa. Un detallado análisis
del peso y formato de cada archivo original, la
localización
de innumerables tablas, cuadros, apéndices,
listados, gráficos e imágenes; la enhebración
de numerosos vínculos internos y externos, que la integran
al concierto historiográfico nacional y mundial; y la
combinación de diversos formatos de archivos electrónicos
con el fin de que la obra esté disponible en internet
con una practicidad y agilidad adecuada a todos los navegantes.
También apoyaron y ayudaron en la construcción
de esta obra: en el Archivo General de la Nación, desde
los mismos comienzos de esta investigación a partir
de 1966: los funcionarios y empleados Sara Bernard, María
Olivan de Di Lauro, Concepción Santana de Horrisberger,
Diana Borlenghi de Mira, Adriana del Agua de Huter, y María
Marta Barrera, y luego de 1984 Esther González y Liliana
Crespi. Quiero además recordar a la recepcionista Nélida
Beatriz Gallardo y a los ordenanzas del Archivo que me ayudaron
durante años a trasladar centenares y miles de legajos
y protocolos entre quienes debo destacar a Sebastián
Sánchez, Gregorio Leguizamón, Nicolás
Cabrera, Armando D´Agostino, José Pascual Broña
y el finado Pedro Aceto. En el Archivo de Geodesia del Ministerio
de Obras Públicas en La Plata, a José María
Prado y José Thiel, quienes durante años fueron
fieles colaboradores de la investigación histórica.
En la Universidad Torcuato Di Tella colaboraron desinteresadamente
Mabel Villegas y Stella De Gregorio; en ICANA: Cecilia Holmsburg;
en la Academia Nacional de la Historia: Violeta Antinarelli,
Gabriel Lerman y Ariel Otero; en el Centro de Investigaciones
Antropológicas y Filosóficas (CIAFIC): Marinela
Noriega; en la Universidad de San Andres: Moira Guppy; en el
CAICYT: Lilia Ottolenghi y Mónica Klibansky; en el Banco
Central: Marta Gutiérrez de Platero; así como
al personal del archivo de la Iglesia Mormónica, y a
Luis y Alberto Lacueva de la librería Platero, Pablo
Pazos de la librería Guadalquivir, y el staff de las
librerias: Norte, Ghandi, Prometeo, y Paidós. Debo finalmente
señalar que por la desidia e incuria de las actuales
autoridades del Archivo General de la Nación (AGN) muchos
de los protocolos notariales se han dañado en forma
irreparable (aparentemente debido a un anegamiento), al
extremo de habersélos retirado de la consulta sin explicación
pública alguna.
Por último, debo destacar un recuerdo especial para
mis abuelos Fernando Saguier y Agustín Isaías
de Elía quienes con el padecer de sus respectivas adversidades
y su inconcluso antagonismo político (Radical-Conservador)
me inspiraron la vocación por la historia y me transmitieron
a su vez una contradictoria deuda o mandato que lo interpreté como
un deber de memoria y de transformación histórica,
con el cual impedir la repetición de infaustos períodos
históricos, y mediante el cual fuí elaborando
una compleja identidad personal y un no menos conflictivo destino
individual. A Natasha Rosenberg por haberme proveído
de una valiosa Enciclopedia; a Tom Kelly, a
Carlos Bossi
y a Ricardo Bengolea
por su generoso apoyo en los primeros años de mi
investigación;
a Héctor Cohan y Ezequiel Elía, libreros anticuarios
(o de viejo) que en el pasado me brindaron su generoso apoyo;
y a Dan Hazen, Ezequiel Raggio, José Fernández
Vega, Horacio Ciafardini, Federico Urioste, Marcos Giménez
Zapiola, Héctor Sandler, Juan José Rosenberg,
Enrique Pugliese y el malogrado Jorge Sivak por haberme brindado
sus desinteresados comentarios. Quiero reiterar una mención
especial para con los sociólogos Patricio Biedma y Hugo
Perret, y los abogados Jorge Horacio Teste y Mónica
Schteingart de Teste, cruelmente "desaparecidos",
que en tiempos despiadados de nuestra historia alentaron
esta obra. Finalmente, a mi madre por los sinsabores padecidos;
y a mi mujer, María Cristina Mendilaharzu, por su constante,
abnegado e incondicional apoyo durante todo el trayecto de
este largo viaje de ida y de vuelta, sin el cual esta obra
no habría culminado, ni tan siquiera habría tenido
lugar.