La crisis actual de Brasil no puede reducirse a un fenómeno puntual de mera índole política o económica. Sus orígenes o raíces deben buscarse en su pasado histórico próximo y remoto, y en la diagramación espacial y geográfica de su expansionismo territorial, de su colonialismo interno, y de su malversada representación política y gerenciamiento empresarial.
Este pasado histórico, condicionante de la crisis actual, tampoco se debe reducir exclusivamente a las fronteras brasileras pues alcanza también a todos sus vecinos de la cuenca chaco-amazónica, y tiene por tanto en su matriz histórica una dimensión espacial, que pone en tela de juicio la subsistencia de los nacionalismos y chauvinismos sudamericanos, que no supieron o no quisieron encarar obras de infraestructura hidráulica que conectaran sus cuencas interiores. Sin embargo, estas cuencas fueron explotadas por represas hídricas para extraer electricidad que era reenviada a los centros del litoral marítimo. En el caso específico del Brasil, esta sobreexplotación hídrica fue en perjuicio del medio ambiente y de la navegación fluvial, incurriendo sus autoridades en omisiones dolosas que deberían ser punibles por la justicia brasilera.
Ahora bien, es sabido por las discusiones sobre las crisis mundiales ocurridas en el pasado histórico moderno, que estas consistieron en grandes movimientos bélicos, unas veces anteriores y otras posteriores a tremendas convulsiones sociales y políticas, ocurridas en suelo europeo, pero que se trasladaban a sus colonias de Asia, África y América como “válvula de escape para ordenar su propio espacio interior” (Villacañas Berlanga, 2008, 256).
Estas conmociones políticas y sociales que provocaron las ordenaciones del espacio interior europeo y que impactaron en la periferia mundial fueron sucesivamente: a) las guerras de religión y las revoluciones inglesa y portuguesa que culminaron en la Paz de Westfalia (1648) y en el nacimiento del estado absolutista; b) las guerras napoleónicas y las revoluciones emancipadoras latinoamericanas que culminaron con la Paz de Viena (1815) y su frustrado intento restaurador del colonialismo español en América; y c) las guerras mundiales del siglo XX que terminaron en la Paz de Versalles (1918),que acabó con cuatro imperios centenarios (prusiano, zarista, austro-húngaro y otomano), y en la Conferencia de Yalta (1945) que liquidó el III Reich, la Italia Fascista y el Japón Imperial, pero que no alcanzó a licuar o desmembrar el populismo de Brasil (Varguismo), Argentina (Peronismo), y Venezuela (Perezjimenismo).
En cuanto a la América Latina en especial, es también sabido que como consecuencia de la invasión napoleónica a España y la prisión de su monarca en Bayona, si bien la colonia hispanoamericana se fragmentó en múltiples naciones-estados, la colonia lusitana -amenazada por la misma invasión- preservó su integridad política merced a la oportuna mudanza de la familia real al Brasil, operada por la Armada Británica.
Pero lo que la historiografía latinoamericana no ha investigado con igual pasión ha sido el impacto de la Guerra de los Treinta Años (1609-1640) y de la Paz de Westfalia (1648) en la profunda partición del sub-continente sudamericano entre las metrópolis Española y Portuguesa. En efecto, como resultado de dicha conflagración mundial, Inglaterra entró en una prolongada guerra civil (1640-1660) que derivó en la ejecución del monarca Carlos I Estuardo en 1649, que repercutió en la rebelión de la nobleza portuguesa contra España y la Casa de Austria (dinastía Habsburga) y en favor de la naciente Ilustración inglesa y francesa, y que culminó medio siglo más tarde en el Tratado de Methuen (acuerdo comercial de 1703 entre Portugal e Inglaterra) y en la toma de partido a favor de la Gran Alianza anglo-austríaca durante la Guerra de Sucesión de España, que culminó en la Paz de Utrecht (1713).
De resultas de la rebelión portuguesa, la nueva dinastía de la Casa de Braganza no sólo reconquistó los territorios nordestinos del Brasil y las colonias de África (Angola, Sao Tomé) que habían sido invadidas por los holandeses al mando del Conde Maurice de Nassau, sino que bajo el mando del Príncipe Regente y luego Rey Pedro II (1668-1706) y bajo el influjo ilustrado de Giuseppe de Faria inició una campaña expansionista al interior del espacio colonial brasilero que consagró la leyenda de la “Isla Brasil”, una metáfora espacial que ilustraba la ambición lusitana por confinar al Brasil entre dos grandes ríos, el Amazonas y el Plata (Paraná, Paraguay). Estos ríos procedían, según la leyenda, de un gran lago interior hasta entonces desconocido, como era en el continente africano (Victoria, Chad), que ellos venían colonizando desde hacía un par de siglos (Cortesao, 1958). Ese expansionismo territorial se inició en 1669 con la fundación de un fuerte en el confín del río Amazonas con el río Negro (luego conocido como Manaos), y se coronó una década más tarde (1680) con la fundación de la Colonia del Sacramento en la margen oriental del Río de la Plata frente al puerto de Buenos Aires.
Estas fundaciones portuguesas terminaron por dinamitar el Tratado de Tordesillas (1493) pues su expansionismo en el Amazonas se extendió hasta copar la boca de los ríos Putumayo y Caquetá, al oeste de Manaos, en perjuicio del joven Virreinato de Nueva Granada (actual Colombia); y en todo el espacio amazónico, chaqueño, sabánico y litoraleño presionó a la cancillería española (Consejo de Indias) al extremo de alimentar con el correr del siglo XVIII la persecución política contra la Compañía de Jesús (ligada al Papado) y contra las etnias indígenas que se resistieron a su éxodo forzoso (guerra guaranítica). Este infausto conflicto desencadenó finalmente la permuta de la Colonia del Sacramento (que depredaba con el contrabando la plata del Potosí) a cambio del espacio interior del Chaco-Amazónico, ocupado y recreado por las Misiones Jesuíticas, operación de trueque sellada en 1750 con el Tratado de Madrid, pero que se perfeccionó recién con la expulsión de los Padres Jesuitas en 1767, con el Tratado de San Ildefonso en 1777, y con las consiguientes Comisiones Demarcadoras de Límites, que prosiguieron su tarea hasta los mismos inicios del siglo XIX.
Las consecuencias históricas de esos tratados y de la política de destierro jesuítico fueron notoriamente negativas para la integración económica y cultural del sub-continente por cuanto desamparó las etnias indígenas y decapitó la interconexión fluvial de los espacios amazónicos. En especial, desconectó el espacio Neogranadino (actual Colombia) del espacio amazónico Peruano (Iquitos); el espacio amazónico de la Audiencia de Charcas (actual Bolivia) del litoral de la Gobernación del Paraguay; y los espacios paraguayo y litoraleño argentino y brasilero (ríos Paraguay, Paraná, Uruguay, Ivaí, Iguazú,Tieté) de las capitanías y estados orientales del propio Brasil (Parana, Sao Paulo, Mina Geraes). Posteriormente, ya en el siglo XIX, la lucha por la libre navegación de los ríos exigió nuevos tratados de límites (Convención Fluvial de 1851 y numerosos acuerdos orquestados por el Barón de Rio Branco). Y más tarde, con el boom del caucho el expansionismo territorial brasileño se extendió aún más hacia el oeste, en perjuicio de las regiones amazónicas de Bolivia (Acre) y del Perú (Amuheya).
Por todo ello, y fundados en el análisis expuesto en el trabajo titulado El Hinterland Sudamericano en su Trágico Laberinto Fluvial, se sobreentiende que la salida de la actual crisis brasilera no puede estar circunscripta a una política coyuntural, corto-placista, economicista, y auto-centrada solamente en el colonialismo interno brasileño (estados de Amazonas, Rondonia, Acre, Roraima, y estados del nordeste). Por el contrario, el gobierno de Brasil debería formular en combinación con los países limítrofes una política infraestructural y de largo aliento que suponga una reconfiguración espacial que acabe con la vieja partición continental, donde lo que debe contar es la internacionalización y la integración de la cuenca chaco-amazónica.
Para una mayor claridad, esta cuenca debe desagregarse en media docena de cuencas, comprendiendo las cuencas amazónicas boliviana, peruana, ecuatoriana, colombiana, venezolana y brasilera, la sabana colombiana y venezolana, y los chacos boliviano, paraguayo, brasilero y argentino. A su vez, estas cuencas, sabanas y chacos deben interconectar sus vías y afluentes fluviales: la boliviana, los ríos Madre de Dios, Beni, y Mamoré; la peruana, los ríos Ucayali, Urubamba, Huallaga, Marañón/Pastaza, Napo, y Yavarí; la colombiana, los ríos Putumayo, Caquetá/Apaporis, y Guainia/Vaupés; la brasilera, los ríos Negro/Branco, Madeira, Guaporé, Cuiabá, y Paraguay; y la paraguayo-argentina, los ríos Paraguay, Paraná, Iguazú, Bermejo, Pilcomayo, y Uruguay. Una obra de semejante tenor y ambición emularía la epopeya encarada por Gran Bretaña al estrenar en 1869 el Canal de Suez, o la de USA al terminar en 1914 el Canal de Panamá, o la de Alemania al inaugurar en 1994 la hidrovía Rhin-Mainz-Danubio, que une el Mar Negro con el Mar del Norte y el Mar Báltico. En consecuencia, estas políticas de estado deben enhebrar una salida estratégica para todo el hinterland de Sudamérica, y deben estar mancomunadas con políticas de naturaleza bio-geográfica, etno-cultural y socio-demográfica. Por tanto, proyectos extractivistas como la red ferroviaria trans-oceánica impulsada por China solo pueden significar el retorno de la política de saqueo como lo fue la era del caucho, y el continuismo de la corrupción de la actual clase política. Por el contrario, un mega-proyecto fluvial integrador para todo el sub-continente otorgaría la esperanza de un mundo mejor y de una nueva clase política y empresarial para todos los pueblos que componen el hinterland sudamericano y que más pronto que tarde se derramará al litoral marítimo. – Eduardo R. Saguier |