Los males que más agravian a la cultura argentina y que condicionan su futuro democrático
están en la mediocridad de la enseñanza que se imparte en la educación superior, en la
alarmante penuria de la producción académica, y en la trivialidad de los programas que se
difunden en los medios masivos. Entre esos males, el clima de silencio y censura
imperantes es el déficit que más daño viene infligiendo a esos ámbitos del saber, los que
con más intensidad depredadora se derraman en la pirámide educativa, y los que más
claman de forma imperiosa por una reforma intelectual y moral, la misma que
implícitamente nos viene urgiendo el Premio Nobel Peruano cuando se pregunta “qué pasa
con los argentinos que no salen de su marasmo”. No hay institución pública o privada que
no practique, abierta o solapadamente, desde vieja data, la censura previa. Incluyo en ella
organismos docentes, periodísticos, hospitalarios, judiciales o de cualquier índole donde en
forma libre y espontánea debiera asomar el espíritu crítico, pero que el amiguismo, el
nepotismo, el temor al poder discrecional que promueve, incentiva y otorga licencias, y el
seguidismo al “hombre o mujer providencial” vienen aletargando -como producto de un
somnífero- la inteligencia individual y colectiva.
En medio de esa atmósfera tóxica esta semana nos dimos con la noticia que el Ministro
Lino Barañao contrató con un cargo de planta como Secretaria de Articulación Científico y
Tecnológica del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva y con un
salario de $154.000 (Resolución 431/18) a la hija del Embajador en Uruguay, ex Rector de
la Universidad del Litoral y ex Intendente de la Ciudad de Santa Fé Mario Barletta. Sin
embargo, el impune incidente cortesano no debe haber escandalizado a nadie, pues esa
reciprocidad triangulada es muy antigua y para subsanarla se debería re-concursar toda la
administración pública, en búsqueda del escalafón perdido y recuperar así la categoría del
aplazado y la propia meritocracia, por cuyo restablecimiento se había ilusionado en un
principio Discepolín. Demás está decir que deben estar proliferando muchos cambalaches
semejantes cuando de funcionarios o ministros como Barañao se trata. Ya cuando ejercía el
cargo de Presidente de la Agencia Nacional para la Producción Científica y Tecnológica
(ANPCyT) en tiempos de Néstor Kirchner fue denunciado penalmente en el Fuero Federal
por la distribución fraudulenta de U$S 1240 millones de dólares del Banco Interamericano
de Desarrollo (BID), que fueron otorgados en gran parte a los Coordinadores y Co-
coordinadores de la veintena de Mesas en que estaba conformado el aparato fomentador de
la ciencia. Por cierto, la justicia de Comodoro Py, fiel a su faena encubridora, avaló el
entuerto y archivó la causa (Juez Martínez de Giorgi). Y para mayor agravio, el Club
Político Argentino, y sus actuales autoridades, vienen amparando a este Ministro de
indignidad consagrada.
Pero este contubernio de complicidades y encubrimientos no se reduce sólo a los cargos
políticos pues se extiende al periodismo, al foro, a la academia, a la clínica y llega incluso
al propio círculo de las editoriales privadas que han venido lucrando con las cátedras
vitalicias. Tampoco puede sorprender que en ese ambiente sombrío las disciplinas
profesionales más demandadas, como la abogacía, la contabilidad, la ingeniería, la
medicina, y sus múltiples especialidades, se desconecten de la imprescindible articulación
con la ciencia. En sus ramplones vuelos de perdiz, los colegios profesionales respectivos
contaminan las carreras colegiadas con saberes, experiencias y comportamientos
ritualizados que las apartan de la búsqueda de la verdad.
A propósito, dicha toxicidad alcanzó recientemente al quirófano de un nosocomio privado
terminando con la vida de una legisladora y afamada locutora televisiva, reduciéndose todo
el trámite judicial a culpar como chivos expiatorios a los instrumentistas del caso (igual que
con el motorman de la tragedia de Once), cuando la verdadera responsabilidad debiera
recaer en la institución que quiso ocultar el estrago con una defensa corporativa, y en la
corporación académica que viene adulando las especialidades, al extremo que éstas
adquieren una vida propia reiterativa, incapaces de cuestionar sus propias prácticas y poder
vincularlas con los principios filosóficos y las pautas metodológicas de las disciplinas
respectivas. Nadie se hace cargo del silencio que impera en la profesión médica, donde
durante la era Kirchnerista la dirección nosiglista de la UBA impuso sin concurso alguno a
una veintena de Directores del Hospital de Clínicas, sin que ninguna asociación del ramo
hipocrático levantara su voz de protesta.
Y nadie tampoco se hace responsable del enmudecimiento intelectual que rige la vida
universitaria del país, donde se agravian porque concurren gratuitamente estudiantes
latinoamericanos pero no por el toma y daca del cogobierno tripartito (condenado en su
momento por nuestro físico nuclear Enrique Gaviola), o por la obscenidad de las
promociones, licencias e incentivos que administra el poder, o por las flotas de taxis
mediante las cuales los consejos directivos diligencian el voto fraudulento de los
graduados. Eso sí, sobrevuelan los jurados y los concursos cual fantasmas de un pasado
impúdico, los mismos que para poder perpetuarse ahuyentan con xenofobia y chauvinismo
monolingüe al mundo académico internacional. Vale evocar con nostalgia de qué manera
Sarmiento tuvo que importar científicos alemanes para poder regenerar la ciencia argentina,
cruelmente diezmada por el despotismo Rosista (ver Tablas de Sangre).
No obstante, es en el campo del periodismo donde más pulula el estercolero de las
reciprocidades venales. La denunciada corrupción en el ANPCyT fue encubierta por la gran
prensa pues su citado Presidente fue lo arteramente astuto como para otorgar jugosos
subsidios a los colaboradores y columnistas de la prensa de entonces (V. Palermo, L. A.
Romero, M. Novaro, etc.), que no fue opositora hasta la crisis del campo en 2008. Es esa
misma gran prensa la que filtra quienes son los intelectuales a exhibir en la pasarela
mediática generando un desfile verdiano (el de Aída) donde locuaces y tamizados voceros
se repiten hasta el bostezo, recayendo en lo que antaño se conocían como “alquilones” o
monopolizadores de la representación cultural (Sarlo, Sábato, Kovadloff, Andahazi,
Iglesias, Bárbaro, Brandoni, etc.).
Tampoco el empresariado periodístico otorga derecho a réplica alguna, siendo sus lugares
de locución verdaderos espacios del ninguneo, menos amigables que una comisaría, pues
carecen de vestíbulos y de chapa numerada en sus propios domicilios, sin duda para rehuir
los oficios judiciales. Hace poco visité infructuosamente -en el barrio de Palermo Viejo- a
tres afamados periodistas radiales y televisivos y tuve que aguardarlos en la vereda y bajo
la lluvia, porque fuera del molinete que opera como barrera de entrada no te ofrecen una
miserable silla ni existe vestíbulo donde esperarlos. Todo lo resuelve la productora del
programa con sede en otro lugar, y si el ocasional televidente o radio-oyente crítico no tiene
un oportuno contacto o no es de su simpatía no sale al aire, aunque sea el mismo Einstein.
A este esparcimiento de calesita se ha reducido el endogámico periodismo argentino,
incapaz de investigar si los científicos y los artistas cuentan con la suficiente libertad para
pensar, crear y expresarse; limitándose a defender interesadamente sólo su propia y egoísta
libertad de prensa, a entrevistarse y elogiarse entre sí, y a cargar las tintas exclusivamente
en los economistas y en la ex pareja presidencial, creyendo con sospechosa ingenuidad que
sólo venciéndola electoralmente y superando el déficit fiscal se podrá reconstruir el
gangrenado y retrógrado estado de la cultura argentina.
Eduardo R. Saguier
CONICET-Argentina